Alejandro Corona celebrará al piano 50 años como concertista; lo acompañará la Orquesta Filarmónica de Sonora
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El próximo jueves 26 de septiembre, el Instituto Sonorense de Cultura (ISC), a través de la Orquesta Filarmónica de Sonora (OFS), brindará un concierto especial con el pianista Alejandro Corona en Hermosillo de manera gratiuta.
Hermosillo, Sonora; a 24 de septiembre de 2024.- En su novela Mr. Gwyn, el escritor italiano Alessandro Baricco le da una vuelta de tuerca a la literatura contemporánea: desde una mirada muda, silente, casi ascética, su protagonista —el escritor Jesper Gwyn— pretende encontrar la esencia, la partícula vital de cada una de las personas que ve. Para ello, poco antes de abandonar la escritura, empieza una serie de retratos de personas que, sin mediar mayor palabra, se convertirán en modelos como si fueran la Gioconda de Da Vinci, el David de Miguel Ángel o las modelos anónimas de Courbet. Mr. Gwyn con solo la mirada, que luego será trasladada a la palabra, irá construyendo retratos —y relatos— en torno a la persona que se ha sentado frente a él. El lienzo no reside en un caballete, sino en un cuaderno minúsculo de notas. Sirva este preámbulo para tratar de mimetizar, por un momento, a ese personaje-alter ego de Baricco, pero dándole otra vuelta: hacer un retrato de alguien recobrando la herramienta auditiva, pero no desde la oralidad del testimonio o la entrevista de perfil —aunque pueda servir de guía—, sino desde la música que crea e interpreta. Tampoco podemos dejar de lado esa particularidad que da la visualidad: ese otro lenguaje subterráneo que va contando, quizás, otra historia a través de la gestualidad, de los pequeños movimientos que dan pista y sospechas, proyecciones y humores, de un carácter.
Para dicho experimento sería indispensable buscar a un músico de gran calado y de un legado histórico: Alejandro Corona celebrará su 50 aniversario como concertista el próximo jueves 26 de septiembre, acompañado de la OFS en la capital de Sonora.
¿Qué mejor que uno de los pianistas más influyentes en la historia musical del México moderno para un evento gratuito?
Alejandro Corona (Ciudad de México, 1954) es uno de los mejores pianistas que ha dado México en los últimos cincuenta años. Podrá sonar a hipérbole, pero si uno va repasando su currículo se podrá ver que esa frase es apenas un esbozo, una limitada descripción objetiva. Tenerlo enfrente, en esa especie de confesionario que se erige en una entrevista, en ese vis-à-vis, es algo intimidante. Finalmente, estamos hablando de un artista que ha pisado escenarios gigantescos y apenas imaginables alrededor del mundo, de un concertista capaz de tocar el Nocturno en mi bemol de Chopin como si estuviera armando un lego de solo cuatro bloques, o las obras de Sergei Rachmaninoff como si pusiera el café de la mañana. Estamos hablando pues, de un concertista, jazzista, compositor y maestro que está escribiendo su op. 51 —junto con el músico sonorense Óscar Mayoral— y que su op. 24 (llamado Xibalbá, ese espacio-mundo subterráneo de la mitología maya regentado por las divinidades Hun-Camé y Vucub-Camé) que se convirtió en un ejercicio maratónico de investigación e imaginación, donde Corona, durante tres años, creó una obra vibrante y misteriosa, llena de saberes y deberes, de mitologías y pasiones. De ese Alejandro Corona hablamos.
Y sin embargo, de frente, es un hombre que bien podría encajar con aquello que decía Jorge Luis Borges en su cuento “El sur”: “A la vida le gustan los anacronismos y las ligeras sincronías”. Empecemos con los anacronismos, que son pequeñas minucias pero que encierran parte de la personalidad de Corona: no usa smartphone. Su teléfono solo recibe llamadas y mensajes de texto. Absorto de las dinámicas y vorágines de esa vida posmoderna donde todos estamos —casi enfermizamente— conectados. Otro pequeño anacronismo: a sus setenta años, llega a las entrevistas en camión. La ruta cuatro, concretamente, que lo trae de su hogar a la Casa de la Cultura de Sonora en siete minutos —confiesa con asombro. Y ahora vamos a las sincronías: su camino con Sonora parecía escrito desde antes de su nacimiento. Su padre, Reynaldo Corona, fue pianista del doctor Alfonso Ortiz Tirado. También fue su primer gran maestro. Habría que decir que, a veces, las sincronías se convierten en determinismos.
Son cincuenta años de concertista. “Es curiosa la vida”, confiesa el pianista, “de joven no quería ser concertista ni maestro”. Y, cincuenta años después, es alabado por ambas facetas. Él tenía una inclinación hacia el jazz, hacia esos grandes maestros que su padre le ponía a escuchar: David Brubeck, Oscar Peterson, Bud Powell, Hancock, pero, sobre todo, Bill Evans, a quien conoció a los once años gracias a unos discos que su papá, Reynaldo, llevó a su casa. Bill Evans, el poeta del piano, que inició la exploración del jazz con la música clásica, escribiendo y tocando esas bellísimas líneas melódicas, cargadas de una melancolía, de una nostalgia, de un magnetismo y de una saudade (y tenemos que recurrir a una palabra en portugués para describir aquello que creó Evans). Otra de esas sincronías extrañas o quizás, no: sólo una lógica. Alejandro Corona también ha dejado una huella imborrable en la escena del jazz mexicano, un género que quizás no sea mediático en el país, pero que ha dado grandes exponentes. Envuelto en la escena musical, Alejandro se convirtió en un músico tótem dentro del jazz, su trío ha dado grandes obras (sus discos Mercurio o Génesis así lo delatan) y le ha permitido explorar los límites de la música desde el free jazz, subgénero donde la libertad total se convierte en el epicentro de todo quehacer musical.
Sin embargo, fue con su otro maestro, Néstor Castañeda, donde Alejandro inició sus pasos para ser concertista de música clásica.
Pero volvamos al experimento. Toda vez que las entrevistas con el pianista capitalino han acabado, solo queda verlo y escucharlo. La palabra oral y escrita también tienen un límite y hay otros lenguajes, más diáfanos, como la música, o más abstractos, como lo visual, que permiten entender y comprender cosas que con la palabra quizá se queden cortas o ambiguas. Escuchar la música de Alejandro Corona es flotar por la existencia, despegarse un poco de la realidad y de lo material y dejarse llevar por los arpegios, por las líneas melódicas, por las escalas; es dejarse consumir por la música.
Sea en música clásica o en jazz, la obra e interpretación del pianista parece detener el tiempo, ser una especie de reloj raveliano (según escribe Sylvia H. Corona) que te pone cita con la belleza. Desde la visualidad podemos observar a un hombre que parece poseído por el espíritu de sus manos que se mueven con conciencia propia. Esa gestualidad que transmite y emociona. Alejandro es capaz de producir música con la sutileza de la poesía, pero, también, con lo tajante de lo matemático, y aquí es imposible no pensar en Paul Valéry cuando decía que las fronteras de la literatura eran la música y las matemáticas.
Hablamos, pues, de un hombre que fue capaz de ir a tocar a Estados Unidos la pieza más icónica del siglo XX, Rhapsody in Blue de Gershwin, y salir ovacionado por todo el público y artistas estadounidenses.
Hablamos, pues, de un ícono.